-¡Andrés! – se oyó en la pieza de Andrés - ¡¿dónde dejaste el hielo?!
Desde abajo se había escuchado un grito horroroso y gutural que despertó hasta el último perezoso en Indonesia y al último oso en Canadá.
- ¡Está en el freezer! – respondió Andrés - ¡Pero recuerda dejar congelando más hielo!.
Estaban todos dispuestos y en especial Andrés, que yacía en el balcón con cuatro amigos más, esperando a Germán que estaba en la cocina. Habían discutido veinte minutos para llegar a la conclusión que Germán era la persona indicada para bajar, no solo porque perdió el “cachipún” sino también porque era reconocido por su magistral memoria para acordarse de los encargos y ser el más capacitado para bajar las escaleras en tales condiciones.
Cuando arribó Germán, Andrés encendió el cilindro blanco y dócil en que yacía la yerba alucinógena y se lo acercó a la boca cuidadosamente. Cuando hubo aspirado su primera bocanada de humo – no de la noche, pero sí de este – comenzó a pensar en la tierra que le proveía tales sustancias y a soñar que tenía un depósito guardado con un millón de los mismos. Cuando llegó a su último suspiro de conciencia empezó a transformar las orejas de sus amigos y las comenzó a refinar mientras sus cabellos se alargaban intensamente. “Algo extraño había en este último” pensó mientras se paraba para ir al baño. Iba tambaleándose de un lado a otro chocando con sus amigos de orejas puntiagudas y cabellos largos; eran elfos, e incluso su ropa había cambiado, iban vestidos con géneros verdes mal recortados.
Ya en el baño, se arrodilló junto al inodoro esperando el desagradable reflujo de la alegría, una bocanada de molestia y tristeza, un cuestionamiento interno moral –“¿estuvo bien lo que hice?, no, no creo, no debí excederme, en verdad no, estoy bien, no siento nada, debería pararme antes de que me vean así, no quiero ser comparado con una niñita -. Al final y sin mayores compromisos se paró y se miró en el espejo, le dio satisfacción reconocer en la imagen al mismo que había visto hoy día en la mañana y al mismo que ha visto durante toda su vida. Con simulada compostura se arregló la chaqueta y los pantalones, se sacudió las rodillas y se acercó a la puerta. De repente, escuchó un estruendo del otro lado y apegó su oreja a la madera para oír lo que sucedía. Se escucharon bufidos, alaridos, risotadas, golpes y arcadas, voces agudas y voces graves, cantos de ópera y una canción de Mercedes Sosa. Abrió la puerta y se encontró con seis elfos mirando la noche estrellada, se acercó a ellos e imitándolos comenzó a observar uno a uno los puntitos brillantes adornando el cielo, con un poco de esfuerzo se percató que cada estrella tenía un hilo dorado adjuntado que, precisando una parábola, unían la tierra con los astros. Con atención y especial cuidado comenzó a seguir uno de los trayectos hasta el planeta y se dio cuenta que en la patio de la casa había un niño encumbrando la estrella ensimismado y entusiasmado como si fuera un volantín. Andrés se quedó mirando al pequeño infante mientras este reía y se movía de un lado al otro, devolviéndole de vez en cuando la mirada a Andrés y saludándolo con la mano que le quedaba libre.
De pronto y sin pensar entornó la cabeza hacia el otro lado y las paredes de su casa comenzaron a cambiar de color y de textura: el decomural emplazado a lo largo se tiñó de café y se volvió rugoso y seco, se acercó para tocar el nuevo cambio y lo que antes era ladrillos y pintura, ahora era adobe y barro. Se desplazó con una mano tanteando la muralla hasta llegar a la puerta que daba al pasillo mientras esquivaba piedras y fardos apostados en el suelo de alfombra natural tipo tierra.
- ¡Andrés! – se escuchó de pronto desde atrás - ¿hacia dónde vas? – hablaba pausado y bien pronunciado, altivo y prominente; era el elfo que miraba la luna en vez de divertirse mirando la noche graciosa, era el sexto elfo.
- Voy a buscar hielo, ya se derritieron con el calor que hace.
El sexto elfo, sin importancia, dio la vuelta y empezó a correr en esa dirección, hacia donde estaban sus conciudadanos elfos y saltando por sobre la baranda del balcón impartió una marcha más apresurada hasta perderse en el horizonte. El resto siguió al sexto con la mirada hasta que hubo desaparecido allá, a lo lejos. Andrés lo miró hasta el final y cuando hubo desaparecido comenzó a sacar cuentas: él había invitado solamente a cinco elfos a su casa y sin embargo habían seis sin contarse a sí mismo que no tenía rasgos de elfo. Algo extrañado y preocupado se quedó esperando una respuesta desde el cielo, desde la noche y desde los niños que izaban los volantines; pero nadie ni nada se dignó a darle una respuesta concreta – todos le daban respuestas pero ninguno supo con certeza cómo había sucedido todo -.
Cuando se olvidó de lo que estaba pensando, recordó su tranquila excursión hacia la cocina y la escalera que esperaba a sus espaldas, amenazante y desafiante ante los sentidos de cualquier persona en su estado. Sin embargo, cuando giró sobre sus talones y observó el lugar donde debió estar la escalera, esta había desaparecido y el pasillo también; en su lugar se había impuesto un extenso valle en que se alzaban algunas casas de adobe. A los costados se hallaban imperantes cordones montañosos que protegían la región, sobrevolándolos habían cóndores que iban y venían dejando una suave estela roja que embellecía el cielo. La noche se había consumido en un instante y a la luz de un sol radiante que reemplazó a una luna insegura, las figuras se percibían exquisitas y perfectas: elfos salían y entraban de sus casas transportando leña y víveres. Algunos – los más pequeñitos – jugaban corriendo, subiendo el cerro y bajándolo a máxima velocidad, “más de alguno se habrá caído” pensó Andrés mientras se volteaba en el momento preciso en que un elfito caía rodando cerro abajo.
- Tenemos que vencer a los del Imperio – dijo una voz desde dentro de la casa. De ella salió otra de esas especies con un arco en la mano y otras cuatro cada una con un arma diferente en la mano. Corrieron entonces todos al campo de batalla cruzando las montañas, cuando llegaron a la cima observaron desde lo alto un inmenso llano y más alejado de allí, una mancha negra que se aproximaba rápidamente. Esperaron en lo alto y cuando la mancha estaba lo suficientemente cerca, comenzaron a correr enarbolando sus armas y emitiendo feroces gritos de guerra.
Estuvieron peleando durante bastante tiempo y cuando terminó la batalla, se devolvieron a la casa, se sentaron en el piso y conversaron hasta quedarse dormidos. En el fondo todos sabían que al despertar estarían de vuelta en la realidad junto a las personas tipo humanas viviendo sus vidas normales y que los efectos de la yerba serían efímeros pero gozados.
Al despertar, Andrés se hallaba en la casa de adobe, al parecer no había vuelto todavía. Sus amigos ya no estaban y yacía solo en la tierra de nadie, de pronto entraron enanitos verdes saltando y cantando absurdamente, y levantaron de un impulso al desconcertado Andrés que comenzó a caminar hacia el centro de la sala. Un duende más barbón que los demás se tiró encima de él y lo derribó, Andrés molesto intentó pararse pero en el intento fue embestido nuevamente.
“Parece que se oyen pasos
De un humano ya sin caso
De la yerba prometida
De ilusiones ya sin vida
Parece que se oyen gritos
De un bandido aquí en un rito
No hay escape ni hay salida
¡Acostúmbrese a su vida!
No puedes volver, no hay un portal
No hay esperanzas en tu morral
Solo y sin tus amistades
Sufrirás sus tempestades”
Tomados de la mano los enanitos o duendes empezaron a bailar y a cantar alrededor de Andrés que comenzó a molestarse con cada una de esas cosas verdes, a tal punto que se paró, comenzó a dar vueltas en círculo y se tapó los oídos con todas sus fuerzas, para no oír las estupideces de la canción. De pronto se acercó a uno y le pegó una patada, en el instante mismo que dos duendecillos más brotaron del nuevo esquivando el golpe. Se pararon, rieron y cantaron felices. Andrés en su desesperación atacó a todos los duendes – o al menos hizo el intento - pero el trato fue el mismo; se dividían y se formaban dos nuevos duendes más verdes y más risueños que el original. Sin más remedio que la huída, arremetió contra la puerta de salida y salió al aire libre donde el sol se había tornado rojo denostando un aspecto cómico que quizás en otras circunstancias le hubiera dado risa. Miró a los elfos de la aldea y comenzaron a repetir sus acciones uno por uno, el mismo niño caía una y otra vez de la ladera, los ancianos entraban con leña a las casas y salían de ellas con los brazos vacíos; pero todos se detenían un instante para observar al visitante y saludarle con la mano. Todos los monstruos estaban allí como riéndose de él, sabiendo algo que él no sabía.
No había caminado más de dos minutos por allí cuando un cóndor verde pasó cerca de su cabeza y le vomitó un saco entero de hielos que le dieron de lleno en la cabeza. Andrés estaba atónito con lo que pasaba, dudando sobre lo que estaba ocurriendo – “es una suerte que no esté pasando en verdad, cuando despierte olvidaré todo lo que está pasando”- y caminaba lo más lejos de ese enfermo sector.
Mientras caminaba, el canto de los duendecillos se hacía notar dentro de su cabeza Parece que se oyen pasos, un cerdo andando en bicicleta pasaba por el lado De un humano ya sin caso, en el cielo se pintaba una sonrisa De la yerba prometida unos ojos en el pasto de abrían y mostraban sus rojas pupilas De ilusiones ya sin vida, un elefante pequeño le comenzó a lanzar un piropo, No puedes volver, no hay un portal, el escapista caminaba sin rumbo, sin saber que estaba atrapado en ese mundo sin lógica.
Desde abajo se había escuchado un grito horroroso y gutural que despertó hasta el último perezoso en Indonesia y al último oso en Canadá.
- ¡Está en el freezer! – respondió Andrés - ¡Pero recuerda dejar congelando más hielo!.
Estaban todos dispuestos y en especial Andrés, que yacía en el balcón con cuatro amigos más, esperando a Germán que estaba en la cocina. Habían discutido veinte minutos para llegar a la conclusión que Germán era la persona indicada para bajar, no solo porque perdió el “cachipún” sino también porque era reconocido por su magistral memoria para acordarse de los encargos y ser el más capacitado para bajar las escaleras en tales condiciones.
Cuando arribó Germán, Andrés encendió el cilindro blanco y dócil en que yacía la yerba alucinógena y se lo acercó a la boca cuidadosamente. Cuando hubo aspirado su primera bocanada de humo – no de la noche, pero sí de este – comenzó a pensar en la tierra que le proveía tales sustancias y a soñar que tenía un depósito guardado con un millón de los mismos. Cuando llegó a su último suspiro de conciencia empezó a transformar las orejas de sus amigos y las comenzó a refinar mientras sus cabellos se alargaban intensamente. “Algo extraño había en este último” pensó mientras se paraba para ir al baño. Iba tambaleándose de un lado a otro chocando con sus amigos de orejas puntiagudas y cabellos largos; eran elfos, e incluso su ropa había cambiado, iban vestidos con géneros verdes mal recortados.
Ya en el baño, se arrodilló junto al inodoro esperando el desagradable reflujo de la alegría, una bocanada de molestia y tristeza, un cuestionamiento interno moral –“¿estuvo bien lo que hice?, no, no creo, no debí excederme, en verdad no, estoy bien, no siento nada, debería pararme antes de que me vean así, no quiero ser comparado con una niñita -. Al final y sin mayores compromisos se paró y se miró en el espejo, le dio satisfacción reconocer en la imagen al mismo que había visto hoy día en la mañana y al mismo que ha visto durante toda su vida. Con simulada compostura se arregló la chaqueta y los pantalones, se sacudió las rodillas y se acercó a la puerta. De repente, escuchó un estruendo del otro lado y apegó su oreja a la madera para oír lo que sucedía. Se escucharon bufidos, alaridos, risotadas, golpes y arcadas, voces agudas y voces graves, cantos de ópera y una canción de Mercedes Sosa. Abrió la puerta y se encontró con seis elfos mirando la noche estrellada, se acercó a ellos e imitándolos comenzó a observar uno a uno los puntitos brillantes adornando el cielo, con un poco de esfuerzo se percató que cada estrella tenía un hilo dorado adjuntado que, precisando una parábola, unían la tierra con los astros. Con atención y especial cuidado comenzó a seguir uno de los trayectos hasta el planeta y se dio cuenta que en la patio de la casa había un niño encumbrando la estrella ensimismado y entusiasmado como si fuera un volantín. Andrés se quedó mirando al pequeño infante mientras este reía y se movía de un lado al otro, devolviéndole de vez en cuando la mirada a Andrés y saludándolo con la mano que le quedaba libre.
De pronto y sin pensar entornó la cabeza hacia el otro lado y las paredes de su casa comenzaron a cambiar de color y de textura: el decomural emplazado a lo largo se tiñó de café y se volvió rugoso y seco, se acercó para tocar el nuevo cambio y lo que antes era ladrillos y pintura, ahora era adobe y barro. Se desplazó con una mano tanteando la muralla hasta llegar a la puerta que daba al pasillo mientras esquivaba piedras y fardos apostados en el suelo de alfombra natural tipo tierra.
- ¡Andrés! – se escuchó de pronto desde atrás - ¿hacia dónde vas? – hablaba pausado y bien pronunciado, altivo y prominente; era el elfo que miraba la luna en vez de divertirse mirando la noche graciosa, era el sexto elfo.
- Voy a buscar hielo, ya se derritieron con el calor que hace.
El sexto elfo, sin importancia, dio la vuelta y empezó a correr en esa dirección, hacia donde estaban sus conciudadanos elfos y saltando por sobre la baranda del balcón impartió una marcha más apresurada hasta perderse en el horizonte. El resto siguió al sexto con la mirada hasta que hubo desaparecido allá, a lo lejos. Andrés lo miró hasta el final y cuando hubo desaparecido comenzó a sacar cuentas: él había invitado solamente a cinco elfos a su casa y sin embargo habían seis sin contarse a sí mismo que no tenía rasgos de elfo. Algo extrañado y preocupado se quedó esperando una respuesta desde el cielo, desde la noche y desde los niños que izaban los volantines; pero nadie ni nada se dignó a darle una respuesta concreta – todos le daban respuestas pero ninguno supo con certeza cómo había sucedido todo -.
Cuando se olvidó de lo que estaba pensando, recordó su tranquila excursión hacia la cocina y la escalera que esperaba a sus espaldas, amenazante y desafiante ante los sentidos de cualquier persona en su estado. Sin embargo, cuando giró sobre sus talones y observó el lugar donde debió estar la escalera, esta había desaparecido y el pasillo también; en su lugar se había impuesto un extenso valle en que se alzaban algunas casas de adobe. A los costados se hallaban imperantes cordones montañosos que protegían la región, sobrevolándolos habían cóndores que iban y venían dejando una suave estela roja que embellecía el cielo. La noche se había consumido en un instante y a la luz de un sol radiante que reemplazó a una luna insegura, las figuras se percibían exquisitas y perfectas: elfos salían y entraban de sus casas transportando leña y víveres. Algunos – los más pequeñitos – jugaban corriendo, subiendo el cerro y bajándolo a máxima velocidad, “más de alguno se habrá caído” pensó Andrés mientras se volteaba en el momento preciso en que un elfito caía rodando cerro abajo.
- Tenemos que vencer a los del Imperio – dijo una voz desde dentro de la casa. De ella salió otra de esas especies con un arco en la mano y otras cuatro cada una con un arma diferente en la mano. Corrieron entonces todos al campo de batalla cruzando las montañas, cuando llegaron a la cima observaron desde lo alto un inmenso llano y más alejado de allí, una mancha negra que se aproximaba rápidamente. Esperaron en lo alto y cuando la mancha estaba lo suficientemente cerca, comenzaron a correr enarbolando sus armas y emitiendo feroces gritos de guerra.
Estuvieron peleando durante bastante tiempo y cuando terminó la batalla, se devolvieron a la casa, se sentaron en el piso y conversaron hasta quedarse dormidos. En el fondo todos sabían que al despertar estarían de vuelta en la realidad junto a las personas tipo humanas viviendo sus vidas normales y que los efectos de la yerba serían efímeros pero gozados.
Al despertar, Andrés se hallaba en la casa de adobe, al parecer no había vuelto todavía. Sus amigos ya no estaban y yacía solo en la tierra de nadie, de pronto entraron enanitos verdes saltando y cantando absurdamente, y levantaron de un impulso al desconcertado Andrés que comenzó a caminar hacia el centro de la sala. Un duende más barbón que los demás se tiró encima de él y lo derribó, Andrés molesto intentó pararse pero en el intento fue embestido nuevamente.
“Parece que se oyen pasos
De un humano ya sin caso
De la yerba prometida
De ilusiones ya sin vida
Parece que se oyen gritos
De un bandido aquí en un rito
No hay escape ni hay salida
¡Acostúmbrese a su vida!
No puedes volver, no hay un portal
No hay esperanzas en tu morral
Solo y sin tus amistades
Sufrirás sus tempestades”
Tomados de la mano los enanitos o duendes empezaron a bailar y a cantar alrededor de Andrés que comenzó a molestarse con cada una de esas cosas verdes, a tal punto que se paró, comenzó a dar vueltas en círculo y se tapó los oídos con todas sus fuerzas, para no oír las estupideces de la canción. De pronto se acercó a uno y le pegó una patada, en el instante mismo que dos duendecillos más brotaron del nuevo esquivando el golpe. Se pararon, rieron y cantaron felices. Andrés en su desesperación atacó a todos los duendes – o al menos hizo el intento - pero el trato fue el mismo; se dividían y se formaban dos nuevos duendes más verdes y más risueños que el original. Sin más remedio que la huída, arremetió contra la puerta de salida y salió al aire libre donde el sol se había tornado rojo denostando un aspecto cómico que quizás en otras circunstancias le hubiera dado risa. Miró a los elfos de la aldea y comenzaron a repetir sus acciones uno por uno, el mismo niño caía una y otra vez de la ladera, los ancianos entraban con leña a las casas y salían de ellas con los brazos vacíos; pero todos se detenían un instante para observar al visitante y saludarle con la mano. Todos los monstruos estaban allí como riéndose de él, sabiendo algo que él no sabía.
No había caminado más de dos minutos por allí cuando un cóndor verde pasó cerca de su cabeza y le vomitó un saco entero de hielos que le dieron de lleno en la cabeza. Andrés estaba atónito con lo que pasaba, dudando sobre lo que estaba ocurriendo – “es una suerte que no esté pasando en verdad, cuando despierte olvidaré todo lo que está pasando”- y caminaba lo más lejos de ese enfermo sector.
Mientras caminaba, el canto de los duendecillos se hacía notar dentro de su cabeza Parece que se oyen pasos, un cerdo andando en bicicleta pasaba por el lado De un humano ya sin caso, en el cielo se pintaba una sonrisa De la yerba prometida unos ojos en el pasto de abrían y mostraban sus rojas pupilas De ilusiones ya sin vida, un elefante pequeño le comenzó a lanzar un piropo, No puedes volver, no hay un portal, el escapista caminaba sin rumbo, sin saber que estaba atrapado en ese mundo sin lógica.
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