viernes, 29 de julio de 2011

Tumbado

"A la memoria del tío Herman Araya, el mismísimo sucesor de San Pedro y heredero de Poseidón; sin él estas historias no serían verdad."

Y como siempre partimos a Tumbes, una bella caleta de pocas, pero generosas personas. Esta ciudad – le doy el honor de decirle ciudad aunque no alcanza a ser aldea – está ubicada al lado de Talcahuano en la Octava Región. Pero no es un lugar de veraneo, es una localidad en que la gente se sacrifica y se levanta a las cuatro de la mañana para subirse a sus embarcaciones, atraviesa toda la bahía ausente de rayos del sol para tirar una red a mar abierto con la esperanza de llegar al otro día con alguno que otro pescado.
Ahora son la jaiva, la corvina o la merluza, pero antes, como decía tío Omer, eran ballenas y tiburones. Siempre nos referimos a él como tío, pero en verdad no es hermano ni de mi madre ni de mi padre, se ganó el apodo porque lo conocemos hace mucho, es más, desde que tengo uso de razón que siempre se ha mencionado con gran ahínco dentro de mi familia.
Tío Omer es una buena persona, deportista y entusiasta, y por si fuera poco, comparte al igual que yo un amor ciego por la literatura, así que cada vez que voy a Tumbes le llevo algún regalo como un libro o una lista de los últimos Premios Nóbel de Literatura; se pone feliz, me da las gracias y entonces él me cuenta una historia.
Historias del tío, son de nunca acabarse, un clímax eterno que te eriza hasta el último pelo. Yo creo que nadie se sabe todas las historias que él cuenta, incluyéndolo a él; cuántos cuentos se habrán quedado presos en el subconsciente o habrán sido borrados por los recuerdos onerosos.
Ya pasó los setenta y recién hace un año que detuvo sus excursiones por el cerro junto a nosotros: la tía Angélica, el Seby (mi primo), mis hermanos, mi mamá si es que no tiene dolencias en su rodilla y quienquiera que desee sentirse mejor tiene la terapia exquisita de subir las montañas que acorralan a Tumbes contra el mar; sentir el olor de la madera, la fragancia siempre-fresca del mar (aroma a pescado vivo), sentir el cansancio del goce y una canción alzándose en boca de todos para llegar a la cima y mirar lo bello de la vida y lo armónico de la existencia. Sí, es una excelente terapia.
Para los más arriesgados, está la ida al cerro por el no-camino y para los que quieran simplemente caminar, está la ruta. Ambas son divertidas, pero depende de la persona. El Seby, por ejemplo, mi mentor de las artes del ascenso extremo, goza siempre de subir por un no-camino, partir sin rumbo hacia lo desconocido haciendo escalada en el muro rocoso en que la única guía que te separa de la muerte es la rama de un árbol, cruzar quebradas imponentes en que las zarzas esperan sedientas abajo, adentrarse entre árboles, espigas y bichos raros, sin miedo, sin temor, con coraje abordando aventuras emocionantes y siempre diferentes. Todos somos discípulos de la tía Angélica, la gran emperatriz del ascenso; no importa cuántos sean, ella siempre estará dispuesta a subir.
No todo eran cerros y montañas, hay un camino que resulta simpático y divertido: es imposible hacerlo sin recordar algún juego de carrera contra-reloj. La ruta pasa a orillas del mar y solamente se puede hacer cuando la marea está de baja, e incluso así, hay que esperar que la ola pase para poder llegar corriendo a una roca que esté a altura; si no llegas te empapas o te lleva el mar, si lo logras esperas a los demás y los ayudas a que lleguen al mismo lugar que tú.
Quien siempre estuvo con nosotros en todas esas andanzas era el tata, mi venerado por siempre tata, dichoso de la vida, extravagante y debo confesar, de la única persona de la que puedo aprender algo valioso de verdad. Los años le cayeron encima de un día para otro, el alcohol que nunca lo abandonó lo dejó donde está, en el punto antónimo de sus virtudes, pesimismo y decaimiento lo llenaron, lo volvieron un ser absolutamente normal. Ahora esas emocionantes expediciones se convirtieron en caminatas lentas en que el protagonista no es ni el cansancio ni el paisaje, sino las conversaciones que siempre disfruto esperando que me arroje una respuesta a una pregunta que nunca le he formulado.
El tata, padre de mi padre y de mi tía Angélica, carácter exótico y hombre de historias locas, “tu tata es extraño” siempre dice mi madre, “un día se subió a un bote de goma al frente de Tumbes y se le ocurrió de atravesar la bahía remando por mar abierto y ¡qué crees!, una ola lo arrojó contra las rocas, le rompió el bote y tubo que venirse caminando con el bote al hombro”. Admirable de mi parte la hazaña de él, cinco horas remando solamente para que sus nietos lo vieran por el mar llegando triunfante a la playa de Tumbes, quizás no llegó, pero su entereza es bien venerada por mí. Mi papá después de eso, cuenta mi madre, tomó unas tijeras y rompió el bote en tres para que nunca más pudiera subirse en él. Fue muy peligrosa su acción y agradezco a todos los santos que él todavía siga con vida.
La hermana mayor de mi tata, la tía Nena, es la que aporta la casa cada vez que vamos, ella es la dueña de la cabaña junto a su marido, el tata Herman quien fue el creador de tal palacio. La cabaña no goza de una gran amplitud, pero aún así, la unidad de la familia hace que la casa acoja a todo quienquiera pasar una gran noche de diversión.
Madera y planchas de cinc; pintura desgastada por el tiempo, la lluvia y los vientos; rendijas a la vista aprovechadas por las arañas; y babosas nocturnas que cruzan la casa babeando la madera y las planchas de cinc. La precaria luz no ilumina el último rincón y el agua no fluye, se estanca. Pues claro, el tío necesitaba una vivienda y construyó un excelente hogar en que las camas no sobran, pero siempre se hace un espacio; en que el piso cruje, mas nunca se desarma; en que el frío aterra, pero nunca entra a la casa; en que una carcajada llega donde no hay luz y un canto mueve el agua; en donde un abrazo abarca quinientos kilómetros, y el reencuentro se convierte en la música de fondo. ¿Cómo no extrañarla cuando nos vamos?
Un pasillo, un comedor, un living, dos piezas, un baño, una cocina y todo el segundo piso para el que su nombre no está en ninguna cama son los ingredientes perfectos para la armonía, en especial ese living comedor que guarda en su centro una mesa enorme en que cabemos todos sin falta. En la cabecera tengo el recuerdo fresco de mi padre con una copa de vino (vacía por lo demás) y un plato por devorar en frente de él. A su lado, mi madre “cloteando” (como diría su marido) con mis tías. Después, una gama de caras y edades se van mostrando a medida que descendemos, todas ellas exhibiendo una sonrisa que se conjuga con la sonrisa de la persona que viene. Entonces la imagen panorámica de la felicidad desemboca en el otro extremo de la mesa en que es muy probable que puedan verme, aquel niño silente limpiándose la nariz arropado con cuanta cosa haya encontrado, comiendo todo lo que este al alcance de su mano.
La mesa antes de cada comida denota un amplio repertorio gastronómico y docenas de metros de alimento se extienden de uno al otro lado de la mesa. Pero es solo el comienzo.
Y empieza el movimiento de masas:
En el lado en que el promedio de edad es menor usualmente están las empanadas fritas, las mismas que ese mismo día fueron a comprar la Maruja con el Gonzo (mi hermano) y el Cristian, por algún encargo de un viejo/a antojado/a que muchas veces es mi padre o cualquiera de sus hermanas. Cuarenta empanadas se van de un tiro y todos toman las bolsas, miran el interior, agarran un vaso, lo llenan de líquido y toman para quitarse la pastosa textura que deja el aceite
En la otra esquina está el mariscal, saludable y exquisito. Ulte, piure, mariscos varios y limón en exceso. Se sirve frío o tibio y se saborea con los dedos. Un trozo de pan en la mano izquierda y una cuchara en la otra, un plato en frente y más rápido que ligero la fuente se vacía exceptuando por los jugos que se acumulan en el fondo y que esperan el momento en que el trozo de pan haga lo suyo; en resumen, nada en el plato.
Los paladares se ablandan y la lengua se estruja, llega el anuncio del ceviche. No hay palabras que lo describan, tío Enrique se las mandó. Pescado y el aliño perfecto que solo él sabe darle, “Te pasaste Henry” dirá mi padre y un montón de frases caerán como la lluvia, aprobando con euforia el excelente ceviche que nuestros paladares acaban de degustar.
Para finalizar el menú, está el plato de fondo que al igual que la caleta, es y será siempre un misterio, eso sí sin salirse de la línea marítima a la que siempre nos sometemos cuando vamos a Tumbes.
Lo que el menú ofrece a los sedientos viajeros del norte es el vino y la bebida que se alzan en vasos que chocan entre ellos en su estancia en el cielo mientras el brindis se lleva a cabo. Y es que siempre hay motivos que celebrar, desde el cumpleaños que nos cita hasta un “salud” por los cocineros que también disfrutan los productos de su faena.
Llegará entonces la noche, anunciándose desde el horizonte con el sol posándose sobre el mar y bostezando una última bocanada de luz antes de acostarse. Mañana será un día largo y el sol no puede fallarnos. A lo lejos, en la isla de enfrente, una silenciosa luz se deja ver casi imperceptible, es el faro que orienta a los pesqueros y les da el último aventón a los navales.
El frío en el exterior cae sobre las casas de madera y sobre el bosque de árboles milenarios. El canto de las gaviotas es reemplazado por el ruido que emiten los búhos. El mar se alza imperante sobre la playa mientras ésta, cansada de batallar, sede terreno frente a la ira nocturna de las olas. Las micros de la noche se sienten fantasmales como recogiendo a los muertos, con un ruido chirriante y un vapor humeante que emerge desde dentro cuando se abren las puertas. El camino que recorren es peligroso, lleno de curvas sobre acantilados rectos, levantando un par de ruedas en cada vuelta.
La niebla también se hace presente, se alza desde las quebradas y desciende como lo hizo el frío, como lo hizo la noche. Se desplaza de casa en casa obstruyendo a la micro naval. Se escucha que tocan la puerta en la cabaña de la tía Nena, al parecer es la niebla; todos se exaltan y mi prima abre la puerta: entra tío Omer y su hermana, la tía Oriana.
La fiesta continúa con un café y un cumpleaños feliz, con una torta que se parte en cuarenta partes iguales, un pedazo para cada uno, asfixiando lo poco que quedaba de hambre. Solamente incertidumbre se despliega desde ese momento, un día la tía hará de Violeta Parra con una guitarra cantando, otro día fuimos los diez nietos cantando la canción de la familia entonando vasos llenos que se alzan y rebalsan, en otra ocasión fue un Power Point que una lágrima ocasionó en los auditores, quizás sea mi prima que habrá preparado una canción especial.
La noche no sólo trajo frío, también trajo juventud. Los más ancianos se marchan a sus camas porque su organismo no les permite más y los jóvenes permanecen sentados sin señal de cansancio, sacan sus preparativos especiales (alguna que otra botella de algún licor algo fuerte), se adueñan de los vasos sobrantes y recuerdan. “Todo lo que hemos vivido en esta casa” recuerda mi hermano, y el Cristian, hijo del tío Enrique, contará una historia de sus días de alcohólico en la casa de Tumbes, reirán todos mientras un brillo especial en sus ojos se deja notar, todos están felices de estar reunido otra vez…

Ahora estoy tumbado en una cama en Tumbes un día sábado por la mañana, tumbado sin saber cómo empezar un gran fin de semana.

2 comentarios:

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  2. La caleta no volverá a ser lo mismo, después del Tsunami, el terremoto y tu partida, lo veo complicado.

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